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martes, 11 de mayo de 2010

La causa más importante del cáncer – Parte 1


Peter Montague
Peter Montagué

Cuando Wilhelm Roentgen descubrió los rayos X en 1895, “los doctores y médicos enseguida vieron el potencial práctico de los rayos X y se apresuraron a experimentar con ellos” [1, pág. 7]. Muchos médicos construyeron su propio equipo de rayos X, con resultados mixtos: algunas máquinas caseras de rayos X no produjeron radiación en lo absoluto y otras produjeron suficiente como para irradiar a todos en la habitación de al lado.

La capacidad para ver dentro del cuerpo humano por primera vez fue un descubrimiento maravilloso, misterioso y profundamente provocativo.

Roentgen enfocó los rayos X sobre la mano de su esposa durante 15 minutos, produciendo una imagen macabra de los huesos de su mano adornada con su anillo de matrimonio. Otto Glasser, biógrafo de Roentgen, dice que a la Sra. Roentgen “le costaba creer que esa mano de huesos era la suya y se estremeció al pensar que estaba viendo su esqueleto. Para la Sra. Roentgen, al igual que para muchos otros después, esta experiencia les dio una vaga premonición de muerte“, escribió Glasser [1, pág. 4].

En el lapso de un año, para 1896, los médicos estaban usando los rayos X en diagnósticos y como un nuevo método para reunir evidencias para protegerse contra demandas de mala práctica médica. Casi inmediatamente -en 1895 y 1896- también resultó evidente que los rayos X podían causar problemas médicos serios. Algunos médicos sufrieron quemaduras que no sanarían, requiriendo la amputación de los dedos. Otros desarrollaron cánceres mortales.

En ese momento todavía no se habían descubierto los antibióticos, de manera que los médicos sólo tenían pocos tratamientos que podían ofrecerles a sus pacientes; los rayos X les dieron una gama de nuevos procedimientos que eran de muy “alta tecnología” -limitando en lo milagroso- y los cuales parecían ofrecerle promesas a los enfermos. Así que el mundo médico adoptó estos rayos invisibles y misteriosos con gran entusiasmo. Comprensiblemente, en ese tiempo los médicos
frecuentemente pensaban que observaban beneficios terapéuticos en donde hoy en día los experimentos controlados no encuentran ninguno.

En ese momento -justo antes de 1920- el editor de la revista AMERICAN X- RAY JOURNAL dijo “hay aproximadamente unas 100 enfermedades que reaccionan favorablemente al tratamiento con rayos X“. En su muy informativa historia de la tecnología, Multiple exposures: chronicles of the radiation age (”Exposiciones múltiples: crónicas de la era de la radiación”), Catherine Caufield (ver REHW nº: 200, 201, 202), comenta sobre este período: “El tratamiento de radiación para las enfermedades benignas [no cancerosas] se convirtió en una locura médica que duró 40 años o más” [1, pág. 15].
“…Grandes grupos de personas [fueron] irradiadas innecesariamente por problemas tan pequeños como la tiña y el acné… A muchas mujeres se les irradiaron los ovarios como tratamiento para la depresión” [1, pág. 15]. Hoy en día tales usos de los rayos X serían vistos como charlatanería, pero muchos de ellos eran prácticas médicas aceptadas incluso en la década de 1950. Los médicos no eran los únicos entusiasmados con las terapias de rayos X. Si usted recibe una dosis suficientemente larga de rayos X su cabello se cae, así que “los salones de belleza instalaron equipos de rayos X para eliminar el vello facial y corporal no deseado de sus clientes“, reporta Catherine Caufield [1, pág. 15].

El descubrimiento de Roentgen de los rayos X en 1895 llevó directamente al descubrimiento de la radiactividad del uranio por Henri Becquerel en 1896 y luego al descubrimiento del radio por Marie Curie y su esposo Pierre en 1898, por el cual a Becquerel y a los esposos Curie se les otorgó el Premio Nobel en 1903. (Veinte años después Madame Curie moriría de leucemia linfoblástica aguda).

Pronto, el radio radiactivo fue recetado por los médicos junto a los rayos X. Los tratamientos con radio fueron recetados para problemas del corazón, impotencia, úlceras, depresión, artritis, cáncer, presión sanguínea alta, ceguera y tuberculosis, entre otros padecimientos.

Pronto comenzó a venderse pasta de dientes radiactiva, después crema radiactiva para la piel. En Alemania se vendieron barras de chocolate que contenían radio para el “rejuvenecimiento” [1, pág. 28]. En los E.U.A., cientos de miles de personas comenzaron a beber agua embotellada con radio, como un elíxir general conocido popularmente como “sol líquido”. Todavía en 1952 la revista LIFE escribía acerca de los efectos beneficiosos de inhalar gas radón radiactivo en las minas profundas. Incluso hoy en día, la mina The Merry Widow Health Mine cerca de Butte, Montana y la mina Sunshine Radon Health Mine que está cerca, hacen publicidad de que quienes visitan las minas reportan múltiples beneficios por la inhalación del radón radiactivo [2], incluso a pesar de que ahora muchos estudios indican que el único efecto a la salud que puede demostrarse del gas radón es el cáncer de los pulmones.

De manera que el mundo médico y la cultura popular adoptaron juntos los rayos X (y otras emanaciones radiactivas) como remedios milagrosos, regalos para la humanidad de los más destacados genios de la era de los inventos.

En la imaginación popular estas tecnologías sufrieron una seria derrota cuando se detonaron las bombas atómicas en Japón en 1945. A pesar de que podría decirse que las bombas A acortaron la segunda Guerra Mundial y salvaron las vidas de muchos estadounidenses, la descripción de John Hersey de la devastación humana en HIROSHIMA imprimió por siempre en la
mente popular la nube en forma de hongo como un presagio de una ruina impronunciable. A pesar de los considerables esfuerzos por proyectar a La Bomba en una luz positiva, la tecnología de la radiación nunca recuperaría el brillo que había ganado antes de la segunda Guerra Mundial.

Siete años después de que se usaran las bombas A en la guerra, Dwight Eisenhower puso al gobierno de los E.U.A. sobre un nuevo rumbo, dirigido a mostrarle al mundo que las armas nucleares, la radiactividad y la radiación no eran precursores de muerte, sino que de hecho eran sirvientes benignos y poderosos que ofrecían beneficios casi ilimitados para la humanidad. Nació el programa “Atoms for Peace”, dirigido explícitamente a convencer a los estadounidenses y al mundo que estas nuevas tecnologías estaban llenas de esperanza y que los reactores de energía nuclear para generar electricidad debían ser desarrollados con los dólares de los impuestos. La promesa de este nuevo avance técnico parecía demasiado buena para ser verdad -electricidad “demasiado barata para medirla” [3].

La Ley de Energía Atómica (Atomic Energy Act) de 1946 creó la Comisión civil de Energía Atómica, pero para efectos prácticos los más altos comandantes militares de la nación mantuvieron todo el control del desarrollo de todas las tecnologías nucleares [4].

Así que por una serie de accidentes históricos, todas las fuentes principales de radiaciones ionizantes cayeron en poder de personas e instituciones que no tenían razones para querer explorar la noción temprana de que la radiación era dañina. En 1927, Hermann J. Muller había demostrado que los rayos X causaban daños genéticos heredables y recibió el Premio Nobel por su trabajo. Sin embargo, Muller había hecho sus experimentos con moscas de la fruta y era fácil, o al menos conveniente, desechar sus hallazgos como irrelevantes para los seres humanos.

Resumiendo, para los médicos la radiación parecía una prometedora nueva terapia con la que se podía tratar casi cualquier padecimiento bajo el sol; para los militares y para la Comisión Conjunta de la Energía Atómica en el Congreso soltó miles de millones de dólares; un verdadero flujo de fondos de los contribuyentes, la mayor parte de los cuales llegaba casi sin supervisión debido al secreto oficial que rodea el desarrollo de las armas; y para los contratistas del gobierno pertenecientes al sector privado como Union Carbide, Monsanto Chemical Co., General Electric, Bechtel Corporation, DuPont, Martin Marietta y otros significó la oportunidad de unirse a la élite del “complejo militar-industrial” sobre cuyo creciente poder político advirtió el Presidente Eisenhower en su alocución final al Congreso en 1959.

A lo largo de la década de 1950 los militares detonaron bombas A sobre la superficie en el Sitio de Pruebas de Nevada, rociando con radiactividad las poblaciones civiles que se encontraban en la dirección del viento [5]. En la Reservación Hanford, en el estado de Washington, los técnicos liberaron intencionalmente nubes inmensas de radiactividad para ver qué le sucedería a las poblaciones humanas expuestas de esta manera. En un experimento en Hanford se liberaron 500.000 Curies de yodo radiactivo; el yodo se acumula en la glándula tiroidea humana. A las víctimas de este experimento, la mayoría
indígenas, no se les dijo nada de esto por 45 años [6, pág. 96].

Los marineros estadounidenses en los barcos y los soldados en la tierra fueron expuestos a grandes dosis de radiactividad sólo para ver qué les sucedería. Los altos oficiales militares insistieron en que ser rociado con radiación era inofensivo. En su autobiografía, Karl Z. Morgan, que sirvió como director de seguridad de radiación en el Laboratorio Nacional de Oak Ridge (Clinton, Tennessee) desde 1944 hasta 1971, recuerda que: “La Dirección de Veteranos (Veterans Administration, VA) siempre parecía a la defensiva para asegurarse de que las víctimas no fueran compensadas” [6, pág. 101]. Morgan narra la historia de John D.

Smitherman, un marinero que recibió grandes dosis de radiación durante experimentos con bombas A en el atolón de las islas Bikini en 1946.

Morgan escribe: “La Dirección de Veteranos negó cualquier conexión con la exposición a la radiación hasta 1988, cuando le concedió beneficios a su viuda. Para el momento de su muerte, el cuerpo de Smitherman estaba casi consumido por cánceres de los pulmones, bronquios, ganglios linfáticos, diafragma, bazo, páncreas, intestinos, estómago, hígado y glándulas adrenales. En 1989, un año después de haberle concedido los beneficios a la viuda de Smitherman, la VA se los revocó” [6, pág. 101].

Comenzando en la década de 1940 y siguiendo hasta los años 60, a miles de mineros del uranio se les dijo que respirar gas radón en las minas de uranio de Nuevo México era algo perfectamente seguro. Sólo ahora se están contando los casos de cánceres de los pulmones causados por el radón, al filtrarse la verdad 50 años después, cuando es demasiado tarde.

En retrospectiva, una clase de manía nuclear barrió el mundo industrial. Lo que la biotecnología y las computadoras de alta
tecnología son hoy en día, lo fue la tecnología atómica en los años 50 y a principios de los 60. Los contratistas del gobierno gastaron miles de millones de dólares en desarrollar un avión que funcionaba con energía nuclear -a pesar de que cálculos sencillos de ingeniería les decían desde el principio del proyecto que un avión como ése sería demasiado pesado como para llevar una carga útil [4, pág. 204]. La empresa Monsanto Research Corporation propuso una cafetera que funcionaba con plutonio, que podía hervir agua durante 100 años sin tener que ser recargada [4, pág. 227].

Una compañía de Boston propuso gemelos hechos de uranio radiactivo para los puños de las camisas por la sencilla razón de que el uranio es más pesado que el plomo y “el peso inusualmente grande impide que los puños se suban” [4, pág. 227]. En 1957, la Comisión de Energía Atómica (Atomic Energy Commission) estableció la llamada Plowshare Division (Sección “Reja de Arado”) – cuyo nombre viene de la frase de la Biblia mencionada en Isaías (2:4) “que de sus espadas harán rejas de arado” [4, pág. 231].

Nuestro gobierno y sus socios industriales estaban decididos a demostrarle al mundo que esta tecnología era benigna, sin importar cuáles fueran los hechos. El 14 de julio de 1958, el Dr. Edward Teller, el padre de la bomba H, llegó a Alaska para anunciar el Proyecto Chariot, un plan para hacer un nuevo puerto en la costa de Alaska detonando hasta seis bombas H. Luego de una tremenda lucha política -documentada en el libro de Dan O’Neill, “The firecracker boys” (Los chicos de los petardos) [7]- el plan fue engavetado. Se desarrolló otro plan para hacer un nuevo canal a través de Centroamérica con bombas atómicas, simplemente para darles a los E.U.A. alguna influencia en la negociación con Panamá sobre el control del Canal de Panamá. Ese plan también fue abandonado. En 1967, se detonó una bomba A bajo la superficie en Nuevo México, para liberar gas natural atrapado en las formaciones rocosas de esquistos. De hecho, el gas atrapado fue liberado; pero -como los ingenieros del proyecto debieron haber sido capaces de predecir- el gas resultó ser radiactivo, así que el hoyo en el suelo fue tapado y todo lo que puede verse hoy del Proyecto Gasbuggy es una placa de bronce en el desierto [4, pág.
236].

Resumiendo, según el columnista H. Peter Metzger, del diario NEW YORK TIMES, la Comisión de Energía Atómica derrochó miles de millones de dólares en “planes descabellados”, todo con el propósito de probar que la tecnología nuclear es beneficiosa y de ninguna manera dañina [4, pág. 237].

La Plowshare Division pudo haber sido un completo fracaso, pero de todos estos esfuerzos surgió un resultado perdurable: una fuerte cultura de denegación echó raíces profundas en los corazones de los Estados Unidos científicos e industriales.

Notas:

  • [1] Catherine Caufield, Multiple exposures; chronicles of the radiation age (New York: Harper & Row, 1989). ISBN 0-06-015900-6.
  • [2] Jim Robbins, “Camping Out in the Merry Widow Mine,” High country
    news Vol. 26, No. 12 (junio 27, 1994), págs. desconocidas. Ver
    http://www.hcn.org/1994/jun27/dir/reporters.html.
    Ver también
    http://www.roadsideamerica.com/attract/MTBASradon.html
  • [3] Arjun Makhijani y Scott Saleska,The nuclear power deception; u.s.
    nuclear mythology from electricity “too cheap to meter” to “inherently
    safe” reactors (New York: The Apex Press, 1999). ISBN 0-945257-75-9.
  • [4] H. Peter Metzger, The atomic establishment (New York: Simon &
    Schuster, 1972). ISBN 671-21351-2.
  • [5] Michael D’Antonio, Atomic harvest (New York: Crown Publishers,
    1993). ISBN 0-517-58981-8. Y: Chip Ward, Canaries on the Rim: Living
    Downwind in the West (New York: Verso, 1999). ISBN 1859847501.
  • [6] Karl Z. Morgan y Ken M. Peterson, The angry genie; one man’s walk
    through the nuclear age (Norman, Oklahoma: University of Oklahoma
    Press, 1999). ISBN 0-8061-3122-5.
  • [7] Dan O’Neill, The Firecracker boys (New York: St. Martin’s Press,
    1994). ISBN 0-312-13416-9.
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